Premiados del Certamen de microrrelatos La Boca Erótica

1 de diciembre de 2024
Algunas de las personas participantes y miembros del jurado del Certamen de microrrelatos La Boca Erótica - Cabezón de la Sal.
Algunas de las personas participantes y miembros del jurado del Certamen de microrrelatos La Boca Erótica - Cabezón de la Sal.

El viernes 29 de noviembre a las 19:30 horas se procedió a la lectura de todos los microrrelatos enviados al Certamen de Microrrelatos del VIII Festival Internacional de Cortometrajes de Temática Sexual la Boca Erótica – Cabezón de la Sal y se efectuó la entrega de los diplomas y los premios a los galardonados.

Los microrrelatos galardonados fueron:

1º premio

"VOYEUR"
Por Susana Revuelta

Aunque va Lulú ―nombre de guerra― vestida de chacha, los taconazos no desentonan nada, al revés, le dan un aire de femme fatale. Lleva unos minutos batallando ―fingiendo batallar― con una mancha imaginaria en un espejo de pie situado frente a la puerta del balcón que previamente ha abierto de par en par. También ha dejado encendida la lamparita de luz cálida.

Con las piernas estiradas, doblada sobre la cintura, la minifalda tan subida que ya no cubre nada, está frota que te frota, culo en pompa, meneando de un lado a otro las nalgas. No lleva bragas. Del delantal, minúsculo y ceñidísimo, rebosan unas tetas grandes y blancas y a ratos restriega despacito contra la superficie fría los pezones, el clítoris, haciendo círculos, sujetándose excitada con las manos al marco, fantaseando con estar siendo acariciada con la mirada húmeda de un vecino solitario como ella y sintiendo ascender oleadas de placer desde el pubis. Cuando llega el gemido triunfal a la garganta lo contiene, ahogándolo, para que dure más rato.

Entonces María Luisa, su nombre de verdad, se pone la bata, sale al balcón y con una sensación agridulce contempla la calle vacía, la ciudad dormida, la noche desolada.

2º Premio

"ESCALA DE COLORES"
Por Juancho Plaza

Las bragas de encaje abarrotan el cajón abierto. Las hay de todos los colores, pero todas son pequeñas, diminutas, exiguas. Lulla está sobre la cama, desnuda, los pezones dilatados, las piernas abiertas. Con su mano derecha acaricia su vulva, se revuelve el vello púbico, estimula su clítoris. Con la izquierda recorre sus senos, los explora, aunque los conozca de memoria. Ove la mira; también está desnudo, la carne inquieta, los ojos ávidos, el miembro todavía flácido. Frente a ella coge las verdes, se las pone despacio, primero los pies después los gemelos, hasta llegar a los muslos. Poco a poco comienza su erección, la escasa tela es incapaz de cubrir el tamaño de su sexo. Lulla se relame, se incorpora, gatea, se dirige hacia ese tótem que asoma seductor por encima de la cinturilla de algodón. Un olor a tallos de jazmín, la envuelve, la doblega. Pasa la lengua por esa criatura subyugada, baja las bragas, la libera, la devora. Parece tan frágil dentro de su boca. Prueba a tragarla toda entera, la agarra, la lleva al paladar, la muerde, se deshace: viscosa, blanca, suave, hasta que desaparece. Cierran el cajón de la coqueta; mañana probarán con las azules.

3º premio

"EL GATO DE AMAYA"
Por Lucas Romano

Fue en unos San Fermines a principios de los noventa.

-Tengo gato ¿no serás alérgico, verdad?

-me dijo volviendo a casa por callejuelas estrechas que nuestros besos convertían en avenidas.

– Aunque mañana tenga que tomarme un cachi de Urbason – dije con la osadía de los dieciocho. Tomamos la última en un bar donde ponían Los Secretos.

 El felino me recibió dejando el sofá con un bufido que anticipaba futuros rencores. Se llamaba Milosevic por un jugador de Osasuna. Se instaló en el cabecero de la cama y me observaba burlón mientras nos quitábamos la ropa. Para evitar aquellos ojillos taimados recurrí al misionero. Entonces noté un zarpazo salvaje, el malvado había hecho el salto del tigre sobre mi espalda. Mi aullido confundió a Amaya que me premió con un largo beso, resignada a mi celeridad eyaculadora. Me quedé traspuesto en una duermevela inquieta. Al despertar se había echado entre los dos. Con infinitas precauciones me puse los calzoncillos, temiendo un fatal segundo ataque.

Nos despedimos con la promesa de llamarnos y un último beso. De vuelta a Cantabria escribí su nombre en un vidrio mojado del autobús. El código de garras en mi espalda me hacia recordarla.

A continuación puedes leer los demás microrrelatos presentados al certamen.

Clica en el título para desplegar el texto.

Toda la mañana ha estado subiendo colchones al furgón. Parece agotada y se ha tumbado sobre uno de los expuestos. Duerme como una guinda en un pastel, enseñando su pantorrilla. Con esa tanguita roja me estoy poniendo salvaje y se me eriza la parte más sensible. Mi instinto grita y salgo de mi escondite. Me acostaré en ese mullido bosque de muelles y buscaré un atajo arrimándome poco a poco.

Acerco mi nariz a su cuello para olerla mejor. Acerco mi manota con la mayor delicadeza posible sobre su piel. Mi bella durmiente se estremece. Me sube la temperatura y sudo a mares sobre el enfundado colchón. ¿A quién le importa si soy un príncipe o un lobo? Todos tenemos la misma necesidad y…

¡Me la voy a comer ahora mismo!

Aquel día acabé aquel con un chichón en la cabeza cuando ella me atizó con el hierro elevador de la persiana metálica. Mi cabeza no puede dejar de conectar la humedad de su suave entrepierna con el intenso dolor.

Ahora ya no trabaja aquí, pero me cruzo con ella de vez en cuando y siempre aparta su mirada, esquivándome. Creo que en el fondo mi vecina me desea.

Estado mental invierno. Llego al portal de su despacho. Nervios, sudor de manos. La temperatura de mi cuerpo se eleva cada vez que subo un peldaño. Me detengo ante la puerta durante un segundo, respiro profundo y, finalmente, cruzo el umbral. Allí está ella, sentada en su silla de trabajo, navegando entre ideas y planos. Silencio, y seguido, una gran sonrisa rodeada de cabello color cobre. Deslumbrante. Se levanta, se acerca a mí, y me susurra al oído que quiere que le haga mía. Me mojo. Sonrío nerviosa. Pero ella no se anda con rodeos. Se sienta en el borde de la mesa y se quita el pantalón. Se baja las bragas lentamente mientras me mira con cara de cachonda. Se tumba en la mesa con las piernas abiertas. Es como un sueño hecho realidad. Me abalanzo sobre ella y recorro cada lunar de su piel con mis labios, hasta sumergirme de lleno entre sus piernas. Me sujeta fuerte del pelo. Gime como nunca antes lo había hecho, y finalmente llega al clímax. Me empapa la cara.

Como siempre, me voy a marchar, pero hoy hay algo diferente en su mirada. Me dice que me quiere. Estado mental verano.

Aquel atractivo e irresistible vendedor hacía furor entre sus compañeras, pero sufría el sutil desdén deaquella mujer, aunque aguardaba impaciente su entrada todos los lunes, siempre a la misma hora y con lamisma parsimonia, como un rito que lo mortificaba y la engrandecía, pero que los alimentaba a ambos.

-¿Y en otro color?, le susurraba ella mientras el escarpín pendía del dedo gordo de aquel pie descalzo quelo hacía sudar y respirar hondo, casi jadear, igual que la fiel clienta, que lo miraba sin disimular sudescaro.

A ella le encantaba probarse todo tipo de zapatos y dejar que el zapatero le rozara el empeine y mirara más allá, hasta cruzar sus miradas y sus resuellos.

-No es lo que busco, le decía siempre alzándose bruscamente mientras él, arrodillado y ajustandose el mandil, recogía las cajas.

Con la misma cadencia de la entrada, se dirigía a la puerta, ignorando el reproche de las demás empleadas.

Él odiaba el resto de la semana, y la palabra que más repetía hasta el domingo era “lunes”.

– Pero, ¡si aún no sabes quién soy!

– Puede que no lo sepa, pero reconozco algo en ti que me resulta familiar.

Una mezcla variopinta de nuestros amigos y otros desconocidos, bailaba a nuestro alrededor, ajenos a otra escena que ocurría en un espacio de apenas unos centímetros.

– Acércate a mí, déjame ver quién eres.

Me pilló de sorpresa pero, cómo sus dedos empezaron a acariciar mis manos, me resultó bastante placentero.

Mis manos se habían convertido en un nuevo órgano sensorial por sí mismas. Vulnerables pero despiertas, expectantes pero relajadas.

Las caricias se convirtieron en mutuas, y después, dejaron de ser caricias. Nuestras manos se exploraban cada vez apretándose más, y las mías se aferraron con fuerza a las suyas, prestándose el resto de mi cuerpo a la confianza de un balanceo que me dejaba completamente sosegado.

Mientras el cuerpo de baile seguía coreografiando la noche decrépita con aparente vitalidad, mis manos, atadas aún a mi espalda, recibían un rostro, que se entregaba al escrutinio de las yemas de mis dedos. No podían anticiparse a lo que iba a suceder pero, ahora, podían ver mucho más que una mirada.

Aún podía no sentarse en el váter de bares, cines o galerías de arte; incluso en el del trabajo. Y, por supuesto, en los de sus amigos o amantes que avisaban de los gérmenes con la tapa levantada. Pero, ¿qué ocurriría cuando no tuviera tanta fuerza en las piernas? Tenía que probar separando más las rodillas. A ver.

Marta, desnuda ante el espejo, con la cabeza inclinada ligeramente hacia el hombro izquierdo, repasaba su cuerpo con una mirada escrutadora. Recorría el pecho y ese rico lunar junto al pezón, las caderas dominando sobre una cintura que empezaba a descolgarse; las piernas fuertes y bonitas, los muslos sosteniendo un pubis y un ombligo que se movían si tensaba un poco el abdomen… Sí, se sentía atractiva.

A pesar de todo, el sexo está sobrevalorado, se decía mientras se acariciaba el pecho, se inclinaba hacia delante, se ponía en cuclillas y buscaba posturas de revista de moda pero sin tela. Está sobrevalorada la carne. Y cerraba los ojos para concentrarse en lo que sentía al tacto de un lubricante recién adquirido. Conocía perfectamente qué tocar y cómo hacerlo para que una corriente eléctrica conectase cuerpo y cerebro hasta la luz.

La tía Carlota estaba a punto de alcanzar su tercer orgasmo cuando entró Bea y dijo: “Perdona, tía, pero es una emergencia.”

Giré la cabeza para mirar, pero Carlota susurró con urgencia: “¡No pares, Freddie!

Bea, ponlo en altavoz.” Mientras continuaba lamiendo en círculos, escuchamos la voz ansiosa de Ben Cashman, el sheriff de Orgone Woods.

“Carlota.”

“Ben.”

“Siento traerte malas noticias, pero os han dado veinticuatro horas, nada más. Vendrán armados. Solo puedo ofreceros escolta hasta la frontera.”

Cuando Carlota pudo responder, su voz temblaba, aunque no por miedo: “¿Es que no existe la libertad de asociación en este estado?”

“Ya sabes cómo son. Os llaman secta, satanistas, de todo.”

“Me da igual. Si el sexo libre funciona para los bonobos, que nunca han tenido una guerra, ¿por qué no para nosotros?” Lo dijo con resignación. “Con todo lo que hemos hecho por ti, Ben…”

“Y lo aprecio, Carlota, pero van en serio. Ya sabes que, para lo que necesites…”.

Colgó.

Carlota suspiró. “¿A quién hay que follarse para conseguir un poco de respeto aquí? A ese palurdo, no, que además eyaculó demasiado pronto. Ven, Bea, llama a los demás. Disfrutemos mientras podamos”.

La mujer avanzaba por la tumba egipcia que acababa de descubrir. Sus ayudantes habían huido despavoridos, mascullando algo sobre una maldición, así que se había adentrado en la oscuridad ella sola, con una linterna por toda compañía. En la cámara principal halló un sarcófago con una momia.

Cubría su rostro una máscara dorada y su cuerpo estaba envuelto en vendas amarillentas y resecas, todo él excepto una pequeña zona entre los muslos, donde se erguía en gloriosa desnudez un imponente falo, no arrugado y mustio, como cabría esperar, sino terso y sonrosado. Parecía incluso palpitar ligeramente.

Excitada ante aquella visión, la mujer se apresuró a alzarse las faldas y empalarse en la verga de la momia, cabalgando sobre ella a un ritmo vertiginoso. No tardó en alcanzar un increíble y escandaloso clímax, tras el cual bajó del sarcófago y se arregló la ropa para regresar al exterior.

Un leve rumor a sus espaldas, algo así como un suspiro satisfecho, le hizo mirar atrás, pero las pilas de la linterna ya flojeaban, por lo que no llegó a ver cómo la severa expresión inicial de la máscara mortuoria se trocaba en una ufana sonrisa.

Estaba allí por recomendación de una amiga que también había padecido el mismo tipo de desasosiego emocional. Eso pensaba al tiempo que cerraba los ojos y permitía que las notas de jazz que se escapaban por el hilo musical relajaran poco a poco sus sentidos.

El aroma a jazmín de la consulta estremecía su piel y, desnuda sobre la camilla, respiraba al ritmo de una ansiedad inédita. Mientras, el innovador terapeuta con su voz sensual y sus manos cálidas le daban la bienvenida.

Éste, sin más dilación y con una pluma de ganso, comenzó a recorrer despacio y de norte a sur el expectante cuerpo de la nueva paciente.

Enseguida, sus dedos expertos exploraron largamente aquel suplicante ecuador y ella, entregada, se dejó hacer. Poco después y ya desatada, se estremeció sin pudor y, una vez serenado su agitado sistema nervioso, un alborozado gemido traspasó su mascarilla azul.

El especialista, que también había sentido un temblor súbito en sus más íntimos tatuajes, exhaló un discreto suspiro y, tras instarla a realizar inspiraciones lentas y profundas, le dio, cual caricia cómplice, un último y suave masaje desde el cuello hasta el vientre. Luego, acordaron citarse para una nueva sesión.

La sonrisa que dibujan mis fisuras cuando te ven aparecer al final del día, subiendo esas infinitas escaleras hacia el último piso sin ascensor, ofrecen la mejor recompensa de la que disponen, humedecida por los calores que guarda el hogar tras el marco de la puerta.

El ajetreo diario de la vida rutinaria, del trabajo y las exigencias académicas para obtener un puesto laboral que reste menos horas al placer del encuentro entre nuestros cuerpos, nos conduce a llenar cada instante de manos resbalosas hacia nuestras aberturas cubiertas de saliva y jadeos amortiguados por la fugacidad del reloj que corona cada estancia ocupada por nuestra existencia.

Como cada día, nos embarcamos en un no-lugar resguardado del frío y las inclemencias ambientales. Tras sellar la puerta se detiene ese monótono sonido que nos recordaba el límite del momento y las necesidades del mañana.

Ahora ya no importa, estamos aquí tumbados compartiendo el calor en un juego de combinaciones que me descubre la explicación al sinsentido de todo aquello que supera los límites de las sábanas: tu sonrisa.

Yo camino

Tú observas

Te acercas

Me paro

Me sobas

Te lambo

Me comes

Te beso

Me atas

Te muerdo

Me pegas

Te agarro

Me jalas del pelo

Te araño

Me chupas las tetas

Te engancho

Te arrodillas

Me agrando

Me comes los pies

Te piso y te aplasto

Te levantas

Me intrigas

Te pajeas

Me miras

Te exijo

Me meas

Te agachas

Me arrastras

Te entregas

Me abandono

Te como los morros

Me corro

Te escupo

Me tocas

Te envuelvo

Tú eyaculas y te mueres un poco.

Yo me tumbo y te amo…

un poco.

Me gusta esperarte en la cama viendo cómo te quitas la ropa lentamente, mientras me miras fijamente a los ojos y la piel se te eriza por el frio de la habitación, consciente de que recuperará su suavidad normal al calor de mi cuerpo.

Me gusta retirar las sábanas de tu esquina de la cama mientras te diriges ella, para que nada te entretenga en tu camino a mi cercanía.

Me gusta que bosteces al entrar, y que con ello me digas silenciosamente que la confianza mutua es nuestro pequeño refugio de la mezquindad del mundo.

Me gusta que gires tu cabeza y descubrir una media sonrisa transformarse en el primer beso de la noche, mientras nuestras manos continúan sorprendiéndose de la belleza de un cuerpo ya conocido.

Me gusta recorrer con la lengua las líneas de tus tatuajes, recordando que nuestros cuerpos son un mapa con el que seguir descubriéndonos. Me gusta la ternura con la que te das media vuelta elevando tus nalgas hacia mi cadera, porque a ambos nos gusta saber lo que va a pasar después.

Effiro y Evandine se encontraban en la cama. Los momentos en los que podían estar solos eran muy raros, pues todo el mundo estaba pendiente de ellos, o, al menos, de Evandine.

Effiro realmente era afortunado de poder estar con ella. “¿En qué estás pensando ahora, Effi?”

La voz de Evandine lo sacó de sus pensamientos. Todo en ella era perfecto para él: su pelo y sus ojos marrones, sus brazos y piernas blancas, incluso ciertas partes que le daban vergüenza solo de pensarlas.

“En nada, solo en lo afortunado que soy de tenerte”

Effiro pasó su mano por su sedoso cabello, admirando su textura mientras bajaba más, acariciando su cuello y enviando escalofríos a su columna, bajando más, hasta sus pechos, cubierto solamente por la fina manta de la cama.

“Al parecer alguien no tuvo suficiente con la “comida” de antes, ¿eh?” Evandine se burló de él, llevando sus manos al pecho de Effiro. No era particularmente ancho, pero era fuerte y firme. Sus manos recorrieron su musculatura, bajando hasta llegar a la ingle.

“Y aquí vamos con la segunda ronda” Effiro atrajo a Evandine a un beso profundo, y ambos se sumergieron de nuevo en el otro.

Te movías al ritmo de aquella música cadenciosa. Despacio, muy despacio. Bailando casi desnuda, con las sombras serpenteantes abrazadas a tu cuerpo. Mirabas a todos aquellos hombres con esa mirada dura y hermosa, desafiante, en el escenario que era tu altar.

Me miraste.

Una sonrisa escondida, apenas insinuada, cruzó tu rostro. Con un nuevo compás de la canción, un movimiento rápido de tu pecho hizo elevarse y girar los verdugos de tus pezoneras, sin abandonar la sensual y rítmica danza. Las cabezas de esos hombres siguieron el movimiento como uno solo, como devotos acólitos de tu salvaje sexualidad.

Yo estaba lo bastante borracha como para que no me importase mirarte. No me sentía como los veía a ellos, pero te miraba de la misma manera. Un solo de guitarra desgarrado atravesó la penumbra, la densidad, el sudor. Creo que cuando me clavaste de nuevo esa mirada negra me temblaron las piernas y se secó mi respiración.

Estaba tan excitada que me ahogaba. Embrujada me acerqué al escenario. Fuiste gateando hacia mí y sentí tu olor, tu aliento, la humedad de tu boca.

Y cuando tu lengua salió de mi boca sentí el sabor metálico de la pequeña llave.

Follar con gemelas era una de sus fantasías, por eso cuando encontró en esa fiesta de Halloween a dos hermanas vestidas de niñitas fantasmales decidió que esta era la ocasión. Se sentía irresistible disfrazado de Hulk con una camiseta rota que resaltaba sus bíceps de gimnasio y enseguida se presentó ante ellas con dos copas burbujeantes.

Bebieron y bailaron los tres abrazados como un ente simbiótico hasta que le invitaron a continuar en su casa. Sin luz ni apenas mobiliario, creyó que había ligado con un par de okupas.

Alumbrados por una vela llegaron al dormitorio, donde una de las hermanas le arrancó la ropa y ató sus muñecas al cabecero de la cama mientras la otra se iba desnudando lentamente mostrando un cuerpo tan pálido como su rostro aparentemente maquillado.

Esto promete, pensó notando una excitación apremiante. La primera introdujo la lengua en su boca mientras la segunda se sentaba sobre él a horcajadas. Notó entonces que su pene se encogía temeroso dentro de esa vagina glacial.

La lengua extraña ahora en la garganta le ahogaba ¿Quieres jugar siempre con nosotras? Escuchó y mientras se iba desvaneciendo, su mente viajaba al largo pasillo de un hotel abandonado.

Siento el frio de la pared blanca contra mis pechos, F me ha pedido que tome asiento encima de su boca y yo no puedo no obedecerle. Éxtasis es la palabra que define mis encuentros con él.

No sé si los koalas comen bambú, yo me he convertido en uno de ellos este fin de semana, me he puesto unes botas de agua y he ido a pisar charcos.

Uno de los charcos era tan profundo que pude bucearlo y llegar a lugares recónditos en los que nunca había estado, entonces alguien me ofrece una copa de Chardonnay italiano acompañada de queso. Me la bebo, me lo como.

El arcoíris se abre paso en mi habitación, F lo ha llenado todo de flores. Viene con un cesto lleno de higos maduros. Me tumba en la cama, me quita la ropa y me ofrece uno para que lo pruebe, sabe a miel. Lo deja descansar en mi ombligo y con sumo cuidado lo muerde, posa la recolecta en mi vulva y acto seguido lo lame y así sucesivamente hasta que mi ombligo queda liberado.

Le he dibujado un corazón en el pecho, ahora tiene dos: el suyo y el mío.

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